Criatura y Deseo. Un despertar queer en tres actos – Acto III
Esta publicación forma parte de una obra en 3 actos.
Te recomendamos comenzar a leer por el ACTO I
Acto Final (Principio de vida): La criatura libre / o cómo el deseo se vuelca en libertad
El ritual de la ciruela
Voy a cruzar las huertas para llegar a los ciruelos viejos.
Ellos reposan en calma bordeando el antiguo cauce del río y hunden sus raíces en lo más sagrado del pueblo, en sus aguas, en lo vivo. Florecieron hace meses y yo espero paciente desde entonces a que cada uno de sus frutos brote y crezca. Mientras espero, voy trenzando una cesta con las cañas de los valles, esas mismas que recogí con paciencia para luego ir vertiendo por la charca y que pudieran besarlas las ranas. Ellas, saltarinas, nadadoras, que aparecen entre las algas y se remueven entre las hojas de la menta mecida por el viento, consiguieron al rozarlas que manara de cada caña un aroma hipnótico, un sello aromático que ahora envuelve cada trenza convertida en cesta.
Cuando llegue el momento adecuado, a finales del estío, me colgaré mi cesta hecha de menta, paja, rana y caña, y calzaré mis pies desnudos a la hora en la que el sol comience a cansarse. Bajaré por la calleja y cruzaré hacia los ciruelos. Lo primero que haré cuando llegue bajo ellos será dejar reposando la cesta sobre la hierba y cerrar los ojos. Inhalaré una bocanada del aroma de sus frutos maduros colgando de cada rama, de cada hoja dulce cargada de verano, un recordatorio efímero de la inmensidad que reside latente en lo diminuto, y algo de ese olor impregnará la cesta y así terminará de estar preparada para la cosecha que le espera. Abriré los ojos, despacio, elevándolos hacia los cerros. Volveré mi vista sobre los ciruelos, esperaré a que el arrendajo finalice su merienda. Cuando haya sobrevolado los huertos y su sombra no roce mi piel, podré empezar una a una (sin la prisa de quien teme morir temprano), a recoger cada ciruela. La primera es la más importante: con ella comienza una observación atenta. Habrá no solo que espiar su piel y su forma, también tendré que acariciarla con delicadeza y comprobar que no habita en ella nada más que su propia vida. Rozaré su piel blanquecina y separaré su tallo grueso, cordón que la une al existir, del resto de su cuerpo, cortando ese flujo materno para poder permitirle al fruto seguir su objetivo. Me agacharé a dejar cada fruto para que no se dañe al tocar al resto ni aplaste ninguna ciruela ya recogida. El cúmulo de fruta irá sobresaliendo de la cesta hasta que consiga llenarla y, al acabar, daré las gracias a los ciruelos pasando las yemas de mis dedos por sus cortezas. Inscribiré con un gesto una huella en sus arrugas, algo breve, efímero, el guiño de quien vive por esas ramas que proyectan sombra al suelo. Luego volveré, cruzando sin prisa el campo seco de piel dorada, trazando un sendero claro que une el huerto a mi refugio, donde posaré la cesta sobre el frescor del suelo cerámico. Reposará ella y respirarán nueva vida los frutos, expectantes.
Ahora, atiende, que llegamos a lo que te invoca.
Una vez hecha la cosecha, esperaré a que caiga la noche, justo cuando los álamos se tornan invisibles y se transforman en murmullo de oleaje, ese momento mágico donde ligeros luceros titilantes van apareciendo, tímidos, asomando para bordar un cielo negro inmenso. Habré tenido que elegir un día en el que no haya luna, no vaya a ser que me traicione su claridad colándome por tu ventana, intentando no hacer ruido con mi cesta, repleta de intenciones. Llegaré hasta la orilla de tus sábanas claras y habitaré en silencio ese espacio que siempre me guardas. Es un lugar con forma de montaña repleta de cuevas por cuyas rocas se descuelgan apacibles miles de murciélagos dormidos. Tendré que arriesgarme a habitar la montaña, ser en ella, aunque despierte a sus habitantes y estos puedan salir volando con virulencia por bandadas. Imagínate, ¡qué espanto!, lo caótico de la noche alboreciendo demasiado temprano. Desde mi nuevo sitio podré avanzar hacia tu cuerpo, que reposará suspirando, pero no llegaré a tocarte. La cesta de ciruelas yacerá ahora sobre tu almohada sin violentar tu rostro ni tu pelo; tampoco tu descanso. Serás tú quien retire cada sábana, quien ilumine la noche dejando los rincones de tu piel al descubierto. Ahora sí, entre los luceros, habrá salido una luna brillante. Ahora la noche terminará de ser noche, ahora el cielo estará completo bajo el reflejo de tu cuerpo en ascuas, de su aroma cansado y su filo suave. Me mirarás a los ojos.
En silencio, me giraré hacia la cesta y robaré una ciruela. La morderé con un poco de rabia y dejaré que salga de ella, como destripada, la pulpa tierna y el jugo dulce amarillo, que resbalará por mis labios. Y, sin más remedio, tendré que tocarte.
No te tocaré yo, realmente, sino la carne de la ciruela, su pulpa, su sangre, recorriendo cada tramo de tu piel, repartiendo ciruela en cada pliegue, cada meseta, cubriendo el manto tierno que te envuelve cada día, macerándote en silencio. Desplegaré cada fruto por tu piel madura mientras tú me lo permitas, siempre que tú me lo pidas. Una ciruela tras otra, se irá vaciando mi cesta. Resbalará el zumo por tu costilla, cosquilleará tus muslos la ciruela, el revés de tus muñecas, un tobillo, cada dedo. Yacerás encendida por el delirio de sentir todo lo bello de los árboles, del río y de la tierra temblando por tus vísceras, elevándose junto a tu ansia hacia lo profundo de un apetito eterno. Tu ajetreo romperá el silencio oscuro de la noche: aleteará de repente un murciélago, otro, otro. Rasgarás mis labios con tus dedos macerados [yo sé qué me dices con solo tocarme], porque habrás cruzado los abismos para llamarme a seguir viva, arrastrándome suplicante, a la vez tirana, a transitarte, saciándonos juntas al lamerte. Lengua, pulpa, piel, encuentro. Se irá iluminado la cueva de tu loma hasta que no puedas lidiar con tanta luz. Libaré entonces de tu centro, alimaña de tu néctar, mientras tú turbas a las criaturas con los ruidos que salen de tus entrañas. Yo te observaré incandescente, arrebatada, hasta que tú abras los ojos de nuevo, vuelvas tu mirada, tomes tierra sobre las sábanas. Me traerás hacia tu boca, derramando los volcanes. No creo que exista en el mundo una lava tan viva como esta.
En algún momento, al alba, comenzará a entrar la mañana por detrás de tus cortinas. Yo me habré ido con mi cesta. La lava seca preservará la noche en cada hueso de ciruela para que despiertes rodeada de semillas y luceros. Tu piel estará limpia, cristalina, por mi lengua.
Ahora siembra una ristra de ciruelos a la orilla de tu cama. Brotará junto a sus raíces un río escondido bajo la tierra hecho de nuestros siropes, pétalos y pulpas, del cual podremos seguir libando como indómitas criaturas.

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