El estado del arte (por Elena Catalán)
Hace un tiempo despertaba nuestras consciencias Alberto Frías encabezando un texto con la sentencia “no vayan al teatro”. En la maleza competitiva de las artes escénicas ya no se ven directores teatrales tirando piedras contra su propio escenario.
Hemos aceptado la destrucción intelectual inherente a la cultura material y ahora viramos hacia la explotación cultural. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Si el arte siempre fue un bien consumible, parece lógico que en la sociedad del capitalismo descontrolado estemos ejecutando este consumo con la misma ansiosa glotonería que en otros ámbitos, pero hemos perdido la parte emocional dejando la experiencia artística en un algo vacío, experimentado sólo para exponer en la galería social.
La normativa vigente del fangoso escenario de la apariencia exige la demostración de que poseemos inquietudes artísticas y que éstas se ajustan a la norma. Debemos exponer en nuestro instragram la visita a esa exposición aclamada por la crítica aunque del pintor solo conocemos el nombre antes y después de la visita. ¡Deben saber que somos cultos! Lo importante ya no es mirar, leer o escuchar, sino demostrar que lo hemos hecho.
No nos interesa el refugio porque solo necesitamos el escaparate.
Gracias al entorno digital, tenemos acceso al proscenio artístico actual de forma eficaz y mucho más amplia. Es un innegable motivo de celebración que el perfil de un poeta se haga viral, en contra de un entorno social donde se gestan la censura política y el ocaso de la reflexión ideológica. Sin embargo, cierran El Calvario, peligra Libertad 8 y el Candela es ahora un gastrobar. Echan a los escritores a recitar en internet y los cantautores se quedan tocando en sus casas sin que nadie los escuche. Ningún influencer nos ha recomendado visitar lugares como estos y no sabemos si esta inmersión cultural sirve para maquillar el feed. Ya no queremos que nos transforme sino que nos luzca, y cómo no hay que perderse una tendencia, todos escuchamos y vemos lo mismo.
Mientras, en los cafés, los bares y los teatros, los artistas emergentes y las voces disidentes con la cultura de la hiperproducción ven desaparecer esos segundos hogares. Esas familias artísticas conformadas en espacios libres se disuelven cada vez con mas frecuencia para instalar un local con un mejor bussines plan que comporte mayor rentabilidad financiera.
Ese parece ser el estado actual de esta porción del arte que emergía en las calles. Ese que creaba espacios cálidos donde dejarse atravesar por el artista, a veces curarse algunos dolores e incluso hacer nido a largo plazo. Ahora se están desmantelando por falta de adeptos y defensores, porque su carácter real sin artificios digitales, les confiere anonimato en este mundo cultural fingido. Vemos desaparecer los locales y algunos lo sentimos como la expropiación de todo un mundo que queda exiliado a una versión digital donde, por su propia esencia, no tiene cabida. No podemos defender que escuchar 20 segundos de canción en un reel aleatorio se acerque de alguna manera a notar resonar los versos completos en las paredes de un bar a media luz. Hemos usado a los artistas para llenar nuestros perfiles y los hemos abandonado.
Es impensable que en las incontables horas que dedicamos al entorno digital, no nos hayamos topado con ese artista fuera de la tendencia de la masa que, de repente, nos toca en algún sitio. El problema parece radicar en que en ningún momento nos ha interesado que nadie nos toque nada. Es la falta de necesidad de que el arte nos traspase dejándonos después en un lugar unos milímetros más allá de lo que éramos antes. Ya hemos conseguido encontrar la forma de compartir aquello que nos ha enriquecido. Ahora debemos plantearnos ¿Tiene sentido llenar nuestro mundo digital de arte sino permitimos que nos incomode o emocione? ¿Hemos perdido la capacidad de conmovernos o es fruto de no estar eligiendo el formato correcto por seguir subestimando la vida en directo?
Por mi parte, coincido con Frías: no vayan al teatro si sólo piensan en enseñarlo.

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