El estado del arte (por Kellyath Clementine)
Cuando pienso en el estado actual del arte, lo primero que me invade es una sensación de tristeza. La cultura pop que nos rodea —esa que se nos sirve en radio, redes sociales o televisión— me parece cada vez más superficial, rápida, desechable. Es como comida basura: pensada para gente con mucha prisa y poco cerebro.
No niego que aún existen grandes pintores, músicos, fotógrafos o escritores, pero para encontrarlos necesitamos hambre de conocimiento, y esa hambre escasea en una sociedad saturada y sobreestimulada. Tenemos todo al alcance de la mano, sí, pero tamizado por cientos de filtros que nos entregan lo más rentable, no lo más humano. Lo auténtico no vende. Por eso nos machacan con las mismas veinte canciones huecas, llenas de superficialidad, con sonidos repetitivos y simples, y letras explícitas en bucle. O reducen figuras como Frida Kahlo, Nirvana o los Beatles a meros estampados de camiseta, vaciando de contenido su obra e ideología para convertirlos en moda pasajera. Es la banalización disfrazada de homenaje.
Vivimos cómodos, pero la comodidad pocas veces es lo que más nos conviene. Nos limitamos a repetir trends, a copiar copias de copias, perdiendo pensamiento crítico en un mar de imágenes efímeras. Y aunque parezca que no hay escapatoria, no podemos olvidar que el arte —si de verdad es el lenguaje del alma y es eterno— debería ser magia, pureza y cuestionamiento. ¿Dónde nos deja eso en tiempos de usar y tirar?
Desde mi mirada de mujer gitana, no puedo evitar comparar con otras épocas y recordar con melancolía. Sé que las comparaciones son odiosas, pero la cultura española de los años 70 y 80 estaba profundamente marcada por el flamenco, y en ella los gitanos ocupábamos un lugar central. Es cierto que, a menudo, se nos utilizaba como monos de feria sin que nuestra gente obtuviera beneficio alguno, pero también es verdad que nuestra música, nuestra voz y nuestra estética fueron (y siguen siendo) parte fundamental de la identidad cultural española.
Aún hoy, mi pueblo forma gran parte del atractivo cultural de este país, aunque a muchos les cueste reconocerlo. Es algo similar a lo que ocurre en América con la cultura afroamericana: celebrada, apropiada, pero rara vez reconocida en toda su dimensión y aportación real.
Pese a todo, el arte siempre prevalece. Es más grande que las modas, más fuerte que cualquier poder o estrategia comercial. Y, si uno se detiene a mirar de cerca, todavía puede encontrarlo en su estado más puro, escondido en los lugares menos evidentes.
La cultura real no suele estar en los escaparates de las grandes plataformas. Vive en la calle, en los recitales pequeños, en los conciertos de barrio, en la guitarra de los primos en una reunión familiar. Allí, sin artificios ni pretensiones, se fragua lo auténtico.
Porque, al final, ¿de qué se trata el arte, si no de eso?

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