Criatura y Deseo. Un despertar queer en tres actos – Acto I
Esta publicación forma parte de una obra en 3 actos.
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Acto I: La criatura prohibida / o cómo se te negó el deseo
Eso era yo y ellos no me dejaron y yo no lo sabía
Sentía dentro de mí un ser voraz que fue encerrado antes incluso de nacer de mis entrañas, un feto hambriento que devoraba los rincones de mi cuerpo anhelante. Crecía, se retorcía por mis adentros y yo me clavaba cada una de sus voces afiladas (eran deformes, esas voces). Los susurros que me ahogaban se parecían a las amantes escondidas tras el temblor incomprendido de un muslo infame nunca alcanzado cuyo sudor vacío seca aún mi garganta. Y, una vez colgada la reliquia que amamantaba mis deseos, me lancé hacia las rocas, precipité mi envoltura: debía abrirle al ser mil puertas, debía poder salir a mascar la noche y sangrar las penumbras. ¿Qué otro camino existía? Me perseguía sin descanso esa sombra de lo que quisieron que fuera: hija, madre, esposa, muda. Caminé sobre las tejas que conformaban la cubierta de una existencia pulcra, pulida, partiendo cada curva de su naturaleza cerámica con mis pies de pesada ceniza mientras acariciaba las texturas rugosas que me cubrían la piel recorriendo con las yemas de los dedos una serie de vetas duras que fueron dejando los antojos ajenos calcinados sobre mi cuerpo, esa memoria que no habla, pero existe, y que se fue precipitando hacia el fondo de un lugar lejano, un espacio extraño que pertenece a seres que no escuchan mi voz ni comprenden mis palabras. Esos seres piensan que el enfado me ha engullido, y la rabia y la injusticia. Pero a mí me han crecido tres lanzas sobre las espaldas que se abren en forma de amapola y huelen igual que el eucalipto justo después de que la lluvia lo roce de frescor, y suenan como lo hacen las hojas del sauce que recorren el río cuando el viento las mece y llega el aroma de las tardes frías a envolver sus juegos terrestres.
El ser voraz que me carcomía salió de su jaula y abrió mi corteza buscando luz y buscando huellas nuevas, mientras corroía el tronco de una estructura perversa; y un gusano se fue deslizando por los túneles que iba abriendo para poder ser libre y poder escribir sin esconder sus afectos, comprendiendo al fin el deseo que va de la mano de esa piel madura de las ciruelas al final de agosto: un punto ácido, un cuerpo dulce y preparado. Así me susurra la criatura cada palabra que escribo porque se ha empeñado en saltar sobre las teclas de esta máquina de escribir de otro tiempo, una tinta que sigue viva, una voz que ha salvado una existencia.
La criatura señala la cinta de dos colores donde golpea cada tecla para dejar marcada una palabra y me mira profundamente, amenazante. Yo sé que ella me ha salvado: yo entiendo que lo salvaje siempre estuvo luchando y buscando, luchando y buscando, luchando y buscando. Un día encontró un remanso de sentido entre unas rocas calizas acumuladas bajo un roble que hundía sus pezuñas en la tierra blanca y llegaba hasta las arcillas más rojizas. Lejos, fuera de todo lo conocido, fuera de cualquier delirio. Mi ser salvaje, incansable, arrancó con los dientes cada roca que aprisionaba al roble para que pudieran respirar sus raíces. Y respiró mi criatura.
¿Cómo sabe el animal que es esta cueva y no otra la que lo está esperando?
Sucede.
Dentro de esta madriguera mi criatura exorcizó lo que yo creía ser para, por fin, dar nombre a su deseo.

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